José Luis Reales y Alejandra Castro la vieron. Era una fotografía sepia de una joven de 16 años que apoyada en una mesita y un vestido que parecía blanco con pepitas los miraba sin ver. Era Juliana, la madre de Angelina, que en su vejez vive en una de las casas más antiguas de Paloblanco. Tan antigua es que conserva el sótano y la cocina de leña donde su madre acostumbraba a cascar la mazamorra y el café.
Deseosos de obtener una copia de este retrato antiguo, decidieron capturar con sus modernas cámaras digitales la imagen susodicha. Se acercaron. Tomaron la foto, pero no salió. Se veía oscuro. No se veía nada. Abrieron el escaparate, porque creyeron que era a causa del vidrio. Tomaron la foto. De nuevo no salió nada. Salía el marco de la fotografía pero Juliana, con su mirada infinita, se negaba a colaborar con este trabajo.
José y Alejandra asombrados desistieron de su intento por tener una copia de Juliana. Tristes y acongojados, comprendieron que Juliana no permitió de nuevo ser capturada. Simplemente quería ser observada y habitar solo en su eterno hogar.
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